viernes, 11 de marzo de 2016

La magnitud del vacío


¿Cómo puede ser que me acuerde cada puto día de mi vida? Nunca lograría recordar tan bien nada que quisiera recordar. Con puntualidad Kantiana. Más aún, con puntualidad de tragedia griega, mitológica. Con la misma puntualidad que el águila descendía sobre el hígado de Prometeo, encadenado en la roca. Al menos él sabía a que dios había cabreado.

Uno ni siquiera tiene el consuelo de saber que está sufriendo un castigo. Tal vez aliviaría, aún sabiendo que fuera a cadena perpetua y que la redención no existe. Serviría al menos para comprender. Tal es la magnitud de mi vacío.

Nada se mueve, nada respira. La muerte, es. Es el silencio, implacable. Y si una palabra golpea tal hueco, si un leve gesto le infunde su inercia, a cualquier pedacito olvidado de nada, no se dentendrá nunca. Seguirá su camino impasible hasta dar con los límites mismos del limbo y rebotará con otros pedazos de olvidada nada, que a su vez darán con otros más y el movimiento ya no se detendrá nunca, y se formarán nubes de polvo y arena, bailarán los cometas, nacerán las estrellas, negras y blancas, y trozos de nada girarán sobre ellas.

Algunos de hielo, otros hirvientes, girarán por siempre ya enloquecidos, sin hallar descanso, ya, en mi mente, sin poder hallar la paz del olvido. Girarán eternos hasta que muera el tiempo. Tal es la magnitud de mi vacío.

domingo, 6 de marzo de 2016

Esperando a un tren

Lo venía pensando desde hace tiempo. Algún día de estos cogería el tren. Ese tren que lleva al lugar de donde no se vuelve.
Era desde luego bastante triste, pero le había dado vueltas al asunto hasta conseguir que no pareciera un drama. Simplemente la vida había dejado de interesarle.
No encontraba aliciente ya en nada. No era una cuestión de baja autoestima o el producto de un impulso depresivo o maníaco.
Con la depresión llevaba conviviendo más años de los que podía recordar. El mundo era un lugar inhóspito para él. Donde nostros vemos un formidable y sólido edificio el veía los cimientos podridos que los sustentan.
Incluso las madrigueras de las ratas que habitan entre ellos. Y las lombrices retorciéndose y horadando la tierra. Las distintas capas de mugre que componen el propio sustrato.
El problema de su enfermedad era que estaba fuera de su cuerpo.

Cada vez creía comprender mejor el mundo y cada vez le repugnaba más. Y no había en ello reconciliación posible. Llegó a la conslusión de que la vida no valía la pena entre sus semejantes. Lo curioso es que estaba razonablemente agusto consigo mismo, y los demás no podían ser tan diferentes. Lo cierto es que que se cansó de esta mierda de mundo.
Salud, dinero y amor. En realidad no tendría que ser tan difícil comprender porqué. Simplemente, un día salió a dar un paseo.

Era de madrugada y llovía a cantaros cuando salió. Ni siquiera se puso calcetines. Se enfundó su chaqueta y un gorra para evitar las molestas gotas. No le preocupaba en absoluto empaparse.
Caminaba con las manos en los bolsillos, repasando sus pensamientos y la validez de sus conclusiones. Todo era un gran error. No, no su decisión. El mundo. Tal vez la vida.
Toda su belleza no hacía más que magnificar la tragedia. Eso es lo que todo según él iba a ser: una gran tragedia colectiva. No veía la necesidad de participar más en ella.
Y, por supuesto, había renunciado a toda esperanza de intentar hacer algo para variar el curso de los acontecimientos. No valía la pena. El mundo, los demás, no valían la pena. Si ese debía ser su destino, que así fuera.
Apenas contemplaba la posibilidad de estar equivocado. Calculaba que podría alargarse más o menos la agonía. Nada le hacía pensar lo contrario y multitud de hechos señalaban en esa dirección.

La avaricia terminaría por hacer caer todo el edificio y, aún de no ser así, no había cabida para gente como él. Se sentía profundamente incómodo ante las mentiras y eso, en esta sociedad, más que un lastre es una discapacidad. Inhabilitante en tantas y tantas cosas. Demasiadas cosas. Y siendo además la verdad algo tan escurridizo, no mejoraba la situación. Aún así contaba con pruebas más que suficientes para su veredicto. Sería uno más de los que se quedan por el camino mientras todo sigue funcionando perfectamente para otros tantos. Aunque también ellos saben que no. Pero eso era irrelevante. Tan irrelevante como su propia vida.

La lluvia concedió una tregua. Paseaba por ese ambiente tan particular que son las calles mojadas y vacías en la madrugada, a la luz estridente de los semáforos. De hecho cubría un trayecto muy concreto, en dirección a un paso a nivel. Iba a coger el tren. O el tren lo iba a coger a él. Tal vez todo depende del punto de vista. Caminaba en la más absoluta tranquilidad, la de una decisión ya tomada, a través de las aceras nocturnas.
Algunos ven en el suicidio la máxima expresión del nihilismo. Tal vez todos los nihilistas estarían muertos si no fueran tan sólo hedonistas. Claro que aquellas alturas poco importaba, que resuelva cada cual sus problemas, él iba a resolver los suyos.

Llegó a las vías. Ninguna barrera, tan sólo un improvisado camino entre la vegetación hecho como todos, a fuerza de pasos. Caminó algunos pasos sobre las traviesas y la gruesa grava. Miró al horizonte, donde aquellas paralelas parecían juntarse. Sabía bien que no. Miró hacia el otro lado. Sintió curiosidad acerca de la dirección por la que vendría el tren. Algo a todas luces irrelevante, desde luego. Decidió concederse algo más de tiempo, se encendió un cigarro. Tal vez esperara a que pasara alguno. Desde luego no tenía ninguna prisa.
Dicen que el tiempo es oro y con prisas vivimos todos, pero lo cierto es que el tiempo sólo tiene algún valor si tienes algo que hacer con él. Si quieres hacer algo con él. Y a él, bueno, al parecer le sobraban unos cuantos años.
No deja de ser paradójico. Algunos matarían por unos años más de vida. O por un cuerpo completo y normal con todos sus órganos funcionales. Quizás ese fuera precisamente el problema. A él al parecer le sobraban años. A pesar de su miseria económica iba a morir bastante rico. Tenía, con suerte, media vida aún por delante.

Estaba sentando en una roca húmeda apurando ya su segundo cigarro. Qué mal repartido estaba todo. Las ganas de vivir con la capacidad para ello, por ejemplo. Escuchó a lo lejos el murmullo del tren que poco a poco iba creciendo. Le quedaban aún unas caladas, la luna estaba redonda como un plato en el cielo, ya despejado. No hacía frío. Decidió dejarlo pasar con la excusa de prefigurar la escena. Aquello sin duda iba a doler, pero seguramente sería rápido. Eficaz. Efectivo. Eficiente.
Le preocupó por un momento que algo pudiera salir mal. Sería bastante patético. Se imagino semi parapléjico y amputado tratando de superar una barandilla para lanzarse al vacío. Si la montaña no iba a mahoma, mahoma iría a la montaña. Pero mejor que no fuera necesario.

El tren pasó frente a él. Iba muy rápido y aún así los vagones, con sus ventanillas iluminadas, se sucedieron largamente. Se puso de pie a pocos metros hasta notar la succión que generaba aquella enorme masa a una velocidad importante. Significativa. Suficiente. La corriente que levantó arrancaba algunas esquirlas ígneas del cigarro. Pensó al principio que sería bastante un solo paso en el momento apropiado, más que aguardar de pie el impacto. Pero llegó a la conclusión que sería preferible tumbarse con la cabeza en la vía. Y dejar la vida pasar.

El tren terminó de repente, mientras se llevaba su aullido lejos, en la oscuridad. Lo había visto pasar todo ante sus ojos y de repente, nada, se había terminado. O así era de esperar. Sin embargo, cuando el tren hubo desaparecido se encontró mirando cara a cara a una desconocida, con una expresión de desconcierto similar a la que debía presentar él.
-¡Joder!- Dió un paso atrás que casi le hizo perder el equilibrio.
-¡Ahh!- Exclamó ella al mismo tiempo.
Se hizo un silencio breve y extraño. Recompuso por un momento su ideas y dejó que su pensamiento se conviertiera en palabras:
-¡¿Qué haces aquí a estas horas?!- Sonó algo desquiciado, no daba crédito a lo que estaba sucediendo.
-¡Podría preguntarte lo mismo! Me has asustado, ¿sabes?
Valoró respuestas a la pregunta que no le fue contestada. No era fea. Tampoco guapa. Parecía cansada. Aquel pequeño sendero carecía de utilidad alguna más que el acceso a la vía. Respondió dándole la razón con media sonrisa y arqueando las cejas.
-¿A dónde vas?- Intentó que sonara algo más afable, con el fin de obtener respuesta esta vez. Pisó la colilla contra el suelo.
-¿Y quién dice que voy a alguna parte?- Parecía aún enfadada, quizás por el sobresalto. -Joder, de verdad que me has asustado.-Suspiró -¿No tendrás un cigarro?
Él metió la mano en el bolsillo sin mucha convicción y le alargó uno. Seguramente se iría pronto y podría continuar con sus planes sin inoportunas interferencias. Empezó a chispear levemente.

Ella cruzó las vías en unos pocos pasos para recogerlo, se lo colocó entre los labios:
-¿Y fuego?- Solicitó.
-¿Pero tú fumas o...?- Dijo mientras sacaba el mechero quedamente y le encendía el cigarro.
-¿No lo estás viendo?- Acababa de exhalar el humo de la primera calada.
Él volvió a arquear las cejas, esta vez con cierta condescendencia. Volvió a sentarse en la húmeda piedra mientras se encendía otro cigarro. Y aquella tía se había quedado allí, delante de él, fumando.
-Acabas de apagar uno, fumas mucho. Fumando así no morirás de viejo.
Se le escapó un ademán de sonrisa ácida. No constestó.
-¿Pero qué importa, no?- Siguió ella, con un tono de crítica agresivo, como si su actitud le ofendiera.
-No mucho, la verdad- Ya no había sonrisa en su rostro, fue más un lamento seco. Ella no parecía tener ninguna intención de irse. Le dio una calada al cigarro y repitió las palabras de él:
-No mucho- Él ignoró su tono de recriminación pero le empezaba a resultar molesta.
-Bueno, ¿no ibas a alguna parte?
-Igual sí.
-¿Igual?
-O no
-Veo que lo tienes claro.
-¿Y tú qué?
-¿Qué?
-Pues que qué haces aquí.
-Estaba... dando un paseo.
-¿Tomando el fresco, no? Ya...- Su tono era cada vez más mordaz.
-Pero bueno, ¿te molesto o algo, o qué?
-No, no, que va. La verdad es que me da igual. Me da exactamente igual.- Silabeó la última frase.
-Ya veo.
-He salido a dar un paseo... porque como hace una noche tan bonita... y a tomar el fresco- Hizo ademán de mostrar con el brazo los alrededores. El tono era abiertamente cínico.
-Lloviendo- Añadió él confirmando su mentira.
-¡Claro! ¿A quién no le gusta pasear bajo la lluvia? A ti te debe encantar.- Él encajó el golpe con una sonrisa amarga.
-Creía que te daba igual.- Se sacudió la afirmación de encima a la vez que la ceniza del pantalón.
-Y eso, ¿por qué?
-Acabas de decirlo.
-¿Y te crees siempre todo lo que te dicen?
-En realidad sólo me he creído eso.
Se quedaron un rato fumando en silencio.

-¿Me estás llamando mentirosa?- Haciéndose la ofendida. Él le dio la última calada al cigarro y lo removió con el pie contra el suelo:
-Sí.- Se quedaron en silencio se nuevo. Ella le clavaba la mirada y el prefería mirara a un lado. -Y qué, ¿sueles pasear sola por las noches... por sitios como... este?
-¿Y tú qué? Pareces un loco rondando en la oscuridad. O un violador.
-Ya. ¿Y siempre te paras a darle conversación a los violadores?
-Sólo si tienen tabaco. Dame otro cigarro, anda.
-Ya veo que no vas a ninguna parte.
-Pues no, creo que me voy a quedar un ratito. ¿tú no tienes pensado irte?
-No tengo prisa- Respondió consciente del doble sentido. Ella recogió el cigarro tendido y se sentó a su lado.
-Así que el señor no tiene prisa. ¿Y qué pasa si yo sí tengo?- Se giró hacia el lado y tuvo que alejar un poco la cabeza hacia atrás para mirarla, se había sentado muy cerca. La miró, en la oscuridad.
-Prisa, ¿para qué?- le preguntó buscando en el fondo de sus ojos. La respuesta en cambio, la encontró en sus labios, contra los de él. Le empezó a besar mientras él dejaba caer la mano por su cintura.

Húmedo e inesperado. La mano de ella fue al pantalón, aún sosteniendo el cigarro. Le besó algo más. Lengua, dientes contra el labio. Al poco se separó y se puso de pie. Le dio una calada al cigarro sin dejar de mirarle y lo dejó caer. Él empezó a desabrocharse la chaqueta. Ella buscó las bragas en la cadera, levantando la falda y bajándolas hasta sacar un pie de ellas, riendo. Se acercó a él de nuevo, se restregó un poco contra sus pantalones mientras él le iba quitando la chaqueta. No había donde poner las rodillas en forma cómoda en aquella piedra. Le volvió a besar, esta vez mordió él, con una mano bajo el sujetador desabrochado, y ya encajado entre sus piernas. -Fóllame.- Le susurró al oído, mientras se daba la vuelta, con la falda levantada, empujando con las nalgas desnudas sobre el bulto de su pantalón, mientras las manos de él se delizaban bajo su ropa.

Los dos sabían perfectamente, sin nunca decirlo, lo que hacía el otro allí. Años después, cuando les preguntaban cómo se habían conocido, respondían siempre: esperando a un tren.