Una hilera de miles
de hombres, más o menos regular se extendía a los pies de la loma,
sobre el verde moteado. Por delante la pradera y, más allá, lejos
del alcance de las flechas, otra hilera de hombres pertrechados para
la guerra. Metal, cuero y madera. Y el humo de las hogueras,
recortado contra el cielo, en el horizonte.
Los tambores son
sólo el preludio del desenlace inevitable, serán las trompetas las
que señalen la hora decisiva. Hombres asustados como niños, niños
pretendiendo ser hombres. Algunos rostros de mármol helado conocen
bien lo que les espera y tratan tal vez de atisbar sin certeza lo que
el destino les depara.
Muchos saben que van
a morir hoy. Algunos gimotean, otros blasfeman y vociferan
canalizando su frustración hacia el único lugar posible, el
adversario. Después de todo no es que tengan gran cosa que perder.
Lo más lamentable
es ver a niños ocupando el lugar de los hombres que no son,
ataviados con alguna pieza de armadura demasiado grande para su talla
o un arma que apenas pueden mover, casi como si de un baile de
disfraces se tratara. Una fiesta, un espectáculo, una farsa. Suelen
ser los primeros en caer de este ejército de bufones y juglares al
servicio del rey. Esta compañía de actores itinerantes dispuestos a
interpretar su papel. Soldados, mercenarios, asesinos.
Algunos esperaban y
deseaban este momento y ya están pensando en el botín que aún han
de tomar. Muchos no vivirán para disfrutarlo. Pero los que vean
pasar este día, lo recordarán por siempre. Incluso los que ya
llevan a sus espaldas muchos días como éste, grabados a fuego en
la carne.
Al final, después
de todo, unos morirán y otros vivirán. Y es difícil decir quienes
de los dos serán los perdedores, viendo estas miserables vidas.
Alguien podría
pensar que el peor momento es la batalla. Cuando se decide todo. Y
tal vez lo sea para los que no ven otro día más, para el resto no
es así. Lo peor viene después. La sangre formando charcos. Los
gritos agonizantes de los hombres mutilados, la piel retorcida bajo
el fuego, los miembros desperdigados lejos del que ya no es más su
propietario.
Es entonces cuando
el Rey cruza sobre su caballo, marcando un paso ridículo, los
despojos de la contienda, flanqueado por su séquito más próximo. Y
toma para sí unas tierras, una fortaleza, un derecho. Eso es lo que
va a suceder hoy aquí.
A su paso lo
contemplan niños con los rostros desfigurados de sangre y de barro,
con ojos fijos e inertes como el cristal. Con la boca entreabierta,
inmóviles mientras la sangre y el resto de sus fluidos abandona
lentamente sus cuerpos. He visto demasiados.
Y el Rey, con gesto
altivo y el rostro tenso, como si hubiera alguna vez notado caer el
filo de una espada sobre su escudo en una campo de batalla, cabalga
en modo de aprobación sobre lo aquí acontecido. He visto ya
demasiados.
Un joven trata de
colocar una flecha en su arco. Le tiemblan tanto las manos que es
incapaz de atinar con la cuerda. Largas gotas de sudor le limpian las
mejillas de polvo al deslizarse. Está nervioso, sabe que va a morir.
Y no puede hacer nada para impedirlo.
Sigue sin dar con la
muesca de la madera. Su miedo será su perdición. Podría no ser
así, podría tener más posibilidades que hombres mucho más viejos.
Pero aún está intentando preparar su arco. Un temblor largo e
incontrolable. Está empezando a ponerme nervioso a mí.
Le agarro con
firmeza la mano con la que intenta cazar la cuerda de su arco. El
temblor desaparece y noto el peso muerto de su brazo. Lo dejo caer
hacia su pecho tensando la cuerda con la madera hasta que se inserta
en la hendidura. Sus ojos se apartan de la flecha y se elevan hasta
los míos siguiendo el curso de mi brazo.
Por el camino, cada
cicatriz le va contando un poco de mi vida hasta que su mirada se
detiene en la mía. Mientras balbucea un agradecimiento sus ojos
escrutan mi cara. Arriba y abajo del parche asoma la huella del tajo
que me arrebató un ojo. Por su expresión, adivina que tampoco tuve
un rostro agradable antes de perderlo.
Continúa diciendo
que no debería estar ahí, casi como un susurro para sí, que no
cree en la causa del Rey. Cuantos más hombres así te rodeen más
posibilidades tienes tú de salir con vida. Más tiempo para
reaccionar mientras los abaten. Por otro lado, si son demasiados en
el conjunto, las cosas se pueden poner complicadas. Pero nada de eso
importa. La cuestión es que ya he visto demasiados.
-Dentro de poco
darán la orden de cargar. Cuando suenen las trompetas no corras como
un loco. Tampoco te quedes rezagado. Deja que algunos te aventajen un
par de pasos. Al llegar al cruce, mantén los ojos en las puntas de
la lanzas. Avanza si es necesario para colocarte entre ellas. Usa a
tu favor el escudo de tu enemigo pero no pierdas de vista su espada.
Si sobrevives a la
primera ola ya no habrá frente. Todos los flancos son frente. No
acudas en auxilio de nadie. No puedes ayudarles. Los muertos no
pueden ayudar a los vivos. No te detengas, bascula tu cintura de un
lado a otro. No avances hacia el enemigo. Deja que se aproximen.
Cuando te encaren
has de ver venir el golpe. Has de esquivarlo y devolverlo en un solo
movimiento. Si necesitas más de dos golpes para abatir a un enemigo
es probable que acabes el día con un trozo de acero en mitad de la
espalda.
Si oyes gritar a
alguien “flechas” busca refugio bajo un escudo, un cadáver o
una piedra porque lloverá fuego. Se pega al cuero y la piel y si lo
dejas arder te horadará hasta el hueso. Al final quedarán unos
pocos. Si estás vivo para entonces, no te confíes. Los que quedan
en pie han sabido abatir al resto o a los que los abatieron. No dejes
que te rodeen, si te hace frente más de uno retrocede.
Y sobre todo, cuando
llegue el momento, que no te tiemble la mano. No te prometo nada pero
mantente cerca de mí. Tal vez salgas vivo de esta.
Suenan las
trompetas.
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